Buenos Aires / Argentina |
Signos de su tiempo.... / Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste [08/05/10] |
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La permanencia, la perpetuidad, es seguramente el secreto deseo que subyace tras la creación de muchas de esas estructuras diseñadas para formar parte del escenario de eventos culturales de trascendencia planetaria, como son las exposiciones internacionales y universales, olimpiadas u otro tipo de acontecimientos similares: alcanzar el estatus magno en la historia de la arquitectura y en el imaginario de la humanidad que han logrado estructuras que se crearon para ser pabellones o emblemas icónicos de uno de esos eventos, del que la Torre Eiffel, motivo de la Exposición Universal de 1889 en París, sea seguramente el paradigma absoluto. Aquella torre de acero de más de 300 metros de altura que se erigía como un reflejo exultante de la enérgica intensidad de la actividad cultural y científica que hacían de París en aquel momento, transcurrido exactamente un siglo desde la Revolución Francesa, el centro vital del planeta, ha sobrevivido a las duras controversias que su construcción generó y a la inicial expectativa de vida de dos décadas. Eiffel la concibió como una estructura que permitiría desarrollar investigaciones científicas, y actualmente, además de constituir la atracción turística obligada de la capital, ejerce eficazmente como enclave de telecomunicaciones. Exposiciones universales e internacionales surgieron inicialmente, a finales del siglo XIX, como grandes exhibiciones del nivel de desarrollo de la civilización de la era industrial. Las arquitecturas creadas como escenario para ellas contribuían a reforzar ese carácter de gran acontecimiento y a subrayar su vocación de símbolo de progreso. Desde aquella expresión de modernidad que fue el Crystal Palace, diseñado por Joseph Paxton para la primera gran exposición de 1851 celebrada en Londres, y que supuso la prueba que corroboraba la emergencia de una nueva arquitectura, que exigía nuevos criterios de valoración, los pabellones realizados para exposiciones se han planteado como culminaciones del potencial tecnológico de cada momento y como proyecciones de la esencia más sublime del potencial humano. El concepto de pabellón como objeto arquitectónico excepcional y de duración temporal constituyó el fundamento a través del que concretar experimentaciones arquitectónicas avanzadas (innovaciones formales, la construcción con materiales de última generación…) que simultáneamente actuaban también como objetos a través de los que transmitir esos conceptos de desarrollo y progreso al gran público. Son algunos, entre los pabellones para exposiciones construidos durante el siglo XX, los que han acabado perteneciendo a la categoría de obras esenciales de la historia de la arquitectura. A ella pertenece el Pabellón de Alemania de Mies van der Rohe, obra fundamental de la modernidad y en el que Mies articuló y resolvió cuestiones cruciales de la expresión arquitectónica de ese momento. Originalmente construido para la Exposición Internacional de Barcelona en 1929, fue desmantelado poco después de la conclusión de ésta para ser reproducido a mediados de los años ochenta, para devenir no sólo uno de los referentes del patrimonio arquitectónico de la ciudad sino un activo centro protagonista de la vida cultural local actualmente. La desmantelación y posterior reconstrucción o reproducción para acoger un uso específico, erigiéndose a la vez como una pieza de culto, es un proceso que forma parte de la historia de otros pabellones: el Crystal Palace se trasladó tras la exposición de su emplazamiento original en Hyde Park a Upper Norwood (donde finalmente se incendió en 1936); otro ejemplo a recalcar es la reproducción del Pabellón de la República Española de Josep Lluís Sert y Luís Lacasa, donde fue exhibido el Guernica durante la Feria Internacional de París en 1937, y reconstruido en Barcelona en 1992. Pertenece también a la memoria de la arquitectura del siglo XX el pabellón de Finlandia de Alvar Aalto para la exposición universal de 1939 en Nueva York. Emparentado y superando sin duda con la determinación visionaria que se materializó en la Torre Eiffel aparece la impresionante Cúpula Geodésica diseñada por Richard Buckminster Fuller y Shoji Sadao, que fue el Pabellón de Estados Unidos para la Exposición Internacional de Montreal de 1967, y que hoy acoge el Biosphère (Museo de Medio Ambiente). También ‘Aquapolis’, una estructura flotante diseñada por el metabolista Kiyonori Kikutake para la Exposición Internacional de Okinawa de 1975 y en la que se concretaban sus investigaciones sobre la posibilidad de crear ciudades marinas, y que sobrevivió en uso hasta 1993. Otra de las estructuras más icónicas surgidas con motivo de una exposición fue el ‘Atomium’ diseñado por el ingeniero civil André Waterkeyn para la exposición universal de Bruselas de 1958. Tras la Segunda Guerra Mundial, el carácter de las exposiciones fue transformándose, para ir constituyéndose cada vez más claramente como eventos sobretodo dotados de un carácter lúdico y pedagógico, cuya celebración proporcionaba a menudo el mejor argumento para desarrollar estrategias urbanas para revitalizar determinadas áreas de las ciudades anfitrionas, utilizándolas cada vez como supuestos bálsamos milagrosos. Desde esta concepción, el pabellón, aun sin perder la esencia que lo distingue como objeto arquitectónico excepcional y simbólico, aspira a trascender esa dimensión de objeto contenedor, efímero constructor del escenario contextualizador del evento, en pos de una ambición de perpetuidad que cada vez en más ocasiones se corrobora imposible, ya que la desmesura vanidosa de algunos de estos edificios ha hecho muy difícil su reconversión. El Pabellón-Puente de Zaha Hadid para la exposición internacional de Zaragoza puede ser, por su falta de uso a día de hoy y su deterioro material, uno de los exponentes más temporalmente cercanos de esa incongruencia que hace patente cómo es preciso replantear la necesidad de sobre-espectacularidad de estos eventos actualmente y que induce a la convicción de que es preciso, indudablemente por el elevado costo que genera su construcción y por el valor añadido como piezas dinamizadoras urbanas que se les quiere atribuir, conservar de estas estructuras que a veces, por mor de esa fastuosidad acaban exudando un valor arquitectónico muy discutible. De una forma u otra, algunos pabellones han permanecido. Incluso hasta llegar a permanecer bajo la forma de una reproducción. No obstante, en la coyuntura actual y con la experiencia que ha venido procurando la historia, se hace necesario reconocer que no es posible asimilar todas esas estructuras, para así evitar caer hoy en la tentación de hacer edificios tan caros de construir y que se hacen imposibles de desmontar, y posiblemente también tan desvinculados del auténtico espíritu del tiempo presente y del progreso, que pueden terminar haciendo de la superficie de una exposición un cementerio de edificios. Convendría, por eso, repensar y crear el espíritu intrínseco del pabellón, para volver a disponer de ese territorio de valor y libertad que procura lo efímero.
Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste Publicado en ABCD las Artes y las Letras, ABC, Madrid - Número 947
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