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Las ruinas prematuras / Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste [06/12/09]

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Hablando del espíritu y metáfora de las ruinas, María Zambrano decía que ellas son lo más viviente de la Historia. Su meditación hablaba de la imagen de las ruinas de la antigüedad, de esa veneración y temor que nos suscita su enigmático presente eterno, pero permaneciendo en una mirada sobre la latencia del pasado, Zambrano no alcanzaba a reconocer cómo ése sentimiento se transforma y se sume aún más en la extrañeza cuando nos hallamos ante las ruinas abandonadas de edificios que nos son muy próximos en el tiempo. Esas estructuras arquitectónicas que sobreviven y no son demolidas o reutilizadas son sublimadas por nuestra mirada, pero desde un perturbador sentimiento de atracción y repulsión ante el vacío que su materia encarna. Ése es el sentimiento que suscitó ante Paul Virilio la vida inerte de los búnkeres de la Segunda Guerra Mundial abandonados que descubrió en la playa francesa de Saint-Guénole durante unas vacaciones en el verano de 1958, y que le llevarían a realizar un ejercicio de reflexión que culminaría en la publicación de Bunker archéologie en 1975: un libro donde analizaría la dimensión de estas estructuras como tipología arquitectónica y cómo constituían un reflejo crucial de las modificaciones en las tácticas de estrategia a través del que traslucía una definición radicalmente nueva acerca del impacto del estado de guerra para la creación de un statu quo diferente con respecto a cualquier tipo de conflicto bélico que se hubiera producido en el pasado.

Bunker archéologie no es un estudio que se ajuste a los parámetros de lo convencionalmente asumido como académico. Virilio no elaboró un voluminoso vómito de erudición, sino que concentró al máximo los contenidos, proponiendo un esquema de conceptos que se analizan breve y concisamente, desde el meollo de su sustancia, de manera que su tarea no culmina sólo en proporcionar una contextualización e interpretación del bunker con valor y uso para el conocimiento histórico sino también en ser un ejercicio de filosofía de la arquitectura, una especulación que equilibra su peso entre la esencia subjetiva producida por la impresión poética y metafórica ante la materia de esas estructuras, desarraigadas de su tiempo y transitando hacia la atemporalidad, y la sensibilidad racional del conocimiento arquitectónico.

Objetos inútiles, compactísimos altares de hormigón encarados al vacío del horizonte oceánico, cuya modernidad formal contrastaba con su decrepitud y abandono: “sus ajadas paredes se hundían en el suelo creando una base firme, una duna había invadido el espacio interior, y la gruesa capa de arena cubriendo el suelo de madera estrechaba aún más el lugar. Ropas y bicicletas habían quedado allí ocultas; el objeto ya carecía de cualquier sentido, pero aún proporcionaba protección”. En esa descripción inicial en el prefacio del libro y el capítulo donde analiza la naturaleza del bunker como un moderno monolito, Virilio hace que adquieran un sentido claro aquellas palabras del escritor W.G.Sebald, ‘mirar con asombro las extrañas cosas que hemos construido’, al revelar el bunker como una ruina prematura.

Ese carácter de ruina comienza desde el modo en que la estructura debe implantarse en el terreno, uniéndose al suelo con el estricto objetivo de poder camuflar al máximo su presencia: ‘Se aloja en la ininterrumpida expansión del paisaje y desaparece de nuestra percepción. Se funde con las formas geológicas cuya geometría resulta de las fuerzas y condiciones externas que durante siglos les han estado modelando. La forma del bunker anticipa esa erosión al haber suprimido todas las formas superfluas: está desgastado de antemano para esquivar cualquier impacto”.

Virilio aclara que la imponente forma de los búnkeres no debe considerarse vinculada al proyecto estético de la arquitectura oficial del régimen nazi, sino estrictamente a la historia de la evolución tecnológica de la guerra. Mediante dibujos de plantas, ilustra las diferentes tipologías de fortificaciones que se construyeron a lo largo de la Muralla del Atlántico a partir de 1942, dentro del proyecto que Adolf Hitler encomendó a la Organización Todt , bajo las directivas de Albert Speer, para dotar a todas las posiciones costeras alemanas de diversas variantes de estructuras defensivas y destinadas al almacenamiento de armas como un intento desesperado de prevenir un ataque enemigo. La inclusión de un documento redactado por Hitler expone crucialmente cómo la construcción de búnkeres debe interpretarse como un reflejo de los temores y la fragilidad de los nazis en aquella fase de la guerra. A medida que se aproximaba la derrota, explica Virilio, los búnkeres fueron alcanzando dimensiones más monstruosas, como un recurso para negar desesperadamente la vulnerabilidad. Resulta una desconcertante paradoja comprender que pese a esa solidez que ha afirmado su resistencia frente al tiempo esos búnkeres, su naturaleza de ruina prematura se explica también por la permanencia involuntaria de unas estructuras que se concibieron para un uso transitorio, que fueron construidas en el estado de realidad inhóspita creada por el estado de guerra: “La guerra transformaba la tierra es un planeta inhabitable para el hombre y en ese planeta, estos monolitos aparecen como máquinas de supervivencia que no aspiran a la pervivencia. Su solidez únicamente es reflejo de su exposición a la probabilidad de un asalto. Su solidez es yuxtaposición del estado de inmaterialidad de la guerra, estado psicológico de alerta, temor permanente al enemigo, que podía atacar sorpresivamente”.

Tras la guerra, estas estructuras comenzaron su metamorfosis en ruinas, su transformación en organismos acaparados por la naturaleza, adquiriendo casi inmediatamente la materia pero no la esencia de las ruinas comunes, tal vez no para nuestro tiempo aún. “El bunker es la protohistoria de una época en la que el poder de una sola arma es tan potente que la distancia de ella ya no puede servirte de protección. –dice Virilio.- Su poética radica en seguir siendo un refugio, una concha vacía, el conmovedor fantasma de un duelo anticuado en el que los adversarios todavía podían mirarse a los ojos a través de las estrechas rendijas de sus cascos. Como ruinas han culminado en la combinación de diferentes especies: minerales y animales fusionándose maneras extrañas, como si la última fortaleza simbolizara todos los tipos defensivos de caparazón, desde el de la tortuga al del tanque, como si el bastión de superficie, antes de desaparecer, mostrara por última vez sus modos y métodos en el dominio de lo animado y de lo inanimado”. Su existencia, tal vez porque quizás sean las últimas, complejiza la teoría de la ruina.

 

Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste

Publicado en suplemento 'Cultura/s', La Vanguardia, Barcelona - Número 387

 

 

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