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¿Qué paisaje? / por Juan Ramírez Guedes  [04/01/09]

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Nuevos paisajes. Fotomontaje de Miriam Chantal Castro

PAISAJE[S] INTERMEDIO[S]: utopía y ubicuidad
Juan Ramírez Guedes

Utopía: lugar que no existe. Lo que no tiene lugar

Ubicuidad: presencia simultánea en todas partes

1. La pregunta por el paisaje

Recientemente hemos leído: “Si intuimos respuestas al paisaje ¿Cuáles son las preguntas?”... Se trata del título de un artículo de Martí Franch y Víctor Tenez publicado en el número 1 de la nueva revista Paisea dedicada a la temática del paisaje. El título acierta insensiblemente, en nuestra opinión, en el diagnóstico de un problema fundamental que aqueja a este campo de trabajo y a este concepto, el paisaje, y que es, en efecto, la anteposición de una serie de “respuestas” antes de conocer realmente cuáles son los términos de la pregunta o preguntas a las que deberían referirse; más aún, cuál es esa pregunta o preguntas, en definitiva ¿qué paisaje?, ¿qué entendemos por paisaje?...

En tales condiciones es difícil que una multiplicidad de proposiciones, proyectos e imágenes se dirijan finalmente a algo más que a la verificación de un imaginario particular y contingente. Dicho esto, aclaremos que no vamos a intentar desde aquí responder a esa pregunta, nuestro interés es sólo intentar un acercamiento a una idea de paisaje, no convencional, una idea que, aunque poco sistematizada, respondería a una redescripción de la visualidad del espacio contemporáneo, visualidad, no obstante, de fundamentación no puramente óptica sino intensamente transfigurada por la interpretación, por la elaboración mental de un imaginario, un constructo heterogéneo, hecho de materiales que aporta la geografía y el territorio a través del ojo, pero también a través del pensamiento y de la cultura, al que hemos dado en llamar paisaje.

Por eso es así que no son suficientes las definiciones de los diccionarios, que reducen el paisaje a “la apreciación visual del territorio”, por ejemplo, entre otras acepciones simplificadoras. Tampoco valen, por la misma razón, actitudes meramente operativas como las que tienden a confundir el paisaje y el proyecto del paisaje con una especie de decoración a escala geográfica, o a confundir también el paisaje con la jardinería, etc., es decir, a incurrir en una simplificación ornamentalista de trasfondo estetizante que finalmente destensa y despoja a ese paisaje, a ese imaginario, de toda su complejidad y de toda su intensidad conceptual y plástica. La deriva hacia el ablandamiento de nuestra visión del mundo en función del paradigma de la agradabilidad consensual sin espesor ni sentido, desposee en fin, al paisaje, a esa imagen construida, de su teórica capacidad de ayudarnos a reconstituir una mirada penetrante sobre el mundo a través del lugar transfigurado.

Y sin embargo, a pesar de ello, a pesar de la inexistencia de un consenso teórico sobre su conceptualización, el paisaje como realidad, como idea y como fenomenología del espacio y del territorio ha recibido el constante interés del pensamiento, desde por ejemplo, Ortega y Gasset (¿Qué es un paisaje?) que, frente a las bienintencionadamente planas y tal vez ingenuas definiciones del Convenio Europeo del Paisaje que intentan articular normativamente un concepto universalizado de paisaje con finalidades administrativas y operacionales, ya establece que: “el paisaje es aquello del mundo que existe realmente para cada individuo, es su realidad misma. El resto del universo sólo tiene un valor abstracto… No hay un yo sin un paisaje y no hay un paisaje que no sea mi paisaje, o el tuyo o el de él. No hay un paisaje en general”, posicionamiento de Ortega que, si bien matizable por su tal vez excesivamente subrayada visión subjetivista que puede interpretarse como de un feroz relativismo, tiene, no obstante, el valor de evidenciar el carácter esencialmente cultural de la noción de paisaje, su propia condición de constructo.

2. Paisaje de la complejidad

Sin embargo, la evidencia de esta condición de construcción cultural del paisaje, no obsta para que sea legítima (y en este contramovimiento se pone de manifiesto otra condición: la de la complejidad) la demanda de la tendencia a una intersubjetividad que permita la ponderación crítica de las hipótesis de aquellas “respuestas” al paisaje que citábamos al inicio. Esta expectativa referida a los resultados relativos a la indagación sobre el paisaje, evidentemente trasciende de la esfera puramente intelectual a la necesidad de responder desde supuestos enormemente parciales, que seguramente están desde su propia génesis en la imposibilidad de ir más allá de la pura especulación en términos de imagen.

Y es que cuando hablamos de paisaje, estamos manejando una categoría compleja y al propio tiempo sintética de un conjunto de aspectos que ya difícilmente se pueden seguir considerando separadamente. Porque paisaje, puede definir tanto una realidad fáctica, como una noción de esa realidad, un artilugio intelectual de doble filo que contiene y atiende tanto aspectos referidos a la materialidad como a su recepción estética. Por eso finalmente la categoría de paisaje encuentra su mejor encaje en una visión que atienda a la complejidad como condición consustancial de la realidad.

Es en ese carácter de artilugio, de máquina de interpretar, donde el proyecto contemporáneo encaja en su facultad de investigación como ensayo y como simulación hipotética de imágenes tal vez posibles, que en su proteica irrealidad sin embargo ayudan a encontrar dimensiones nuevas en una realidad vivida automáticamente, percibida en forma rutinaria por la distracción del ojo acostumbrado. Es decir, exploraciones que pudieran parecer puramente retóricas, tal vez supongan en cambio una nueva ventana en la percepción, nuevas panorámicas de eso que vemos todos los días sin mirarlo realmente.

Aunque, como decía, la pregunta por el paisaje, así heideggerianamente enunciada, está sin respuesta y probablemente sea así porque las tentativas en realidad se han antepuesto como praxis artística y técnica a la propia escucha de los términos teóricos de la pregunta, esta desviación, sin embargo, no desactiva el potencial de apertura de visión que dicha praxis arroja. Este potencial evocador reside en el extrañamiento que producen algunas de estas elaboraciones de proyecto de paisaje, extrañamiento que más allá de la extrañeza, mueve a afilar la mirada y la visión y a encontrar datos y cualidades en lo real, datos y cualidades muchas veces inadvertidas por el automatismo de la recepción estética emplazada en la observación rutinaria, como también porque simplemente esos datos y cualidades no estaban ahí antes, (u-topos) pero que pueden pasar, en una oscilación entre el mundo y el ojo, a formar parte de un imaginario inasible pero finalmente vinculado culturalmente a ese lienzo de lo real. Que también es un constructo. Esas oscilaciones introducen vetas, fisuras interpretativas en la criptrogeometría relacional de lo visible con lo, en apariencia, invisible, contiuum entre lo uno y lo otro que constituye la visión estereoscópica de la que hablaba Jünger, evidencian un discurso que hace reverberar una geometría interior, a veces explícita y otras velada, imágenes que nos muestran a veces un nuevo paisaje como expresión casi de la imagen general de la ciudad o del territorio o, por el contrario, paisajes intermedios, insertos e incisiones en los intersticios, en los fragmentos que sin embargo explican el todo, el mundo y el lugar transfigurados.

3. La dialéctica forma-imagen

Esa mirada transfiguradora del lugar que construye el paisaje, es una mirada que se erige sobre la dialéctica forma-imagen. Si la forma es en realidad un sistema de relaciones espaciales inherentes a la propia esencia y a la materialidad del lugar, del territorio o del objeto (constitución elemental, posición, dimensiones, relaciones geométricas y topológicas intrínsecas), la imagen constituye la expresión de la elaboración temporal y cultural de la forma. La imagen “se ve” al propio tiempo que el proceso de intelección de lo visto nos hace “pensar” la forma. Es esta oscilación mental entre la imagen vista y la forma subyacente, con todas sus atribuciones, la que constituye finalmente la idea de paisaje en su sentido más completo y complejo; por ello un proyecto de paisaje que actúe sólo sobre la imagen contingente y no sobre la forma soportante es finalmente un proyecto sobre la mera apariencia, un proyecto de apariencias.

La imagen vive en el tiempo, en el tiempo largo de la decantación histórica de una significación (véase al respecto el sentido de la imagen dialéctica de Walter Benjamín) y simultáneamente en el tiempo instantáneo de la vivencia, el “tiempo ahora” (Jetztzeit) benjaminiano. La confrontación de ambas dimensiones arroja la constitución temporal de la imagen a través de la interrelación dinámica de las formas que la construyen en esa oscilación en sus diferentes figuras, sus figuras constructivas.

4. Vacío e interferencia como figuras constructivas del paisaje

Pero ¿cuáles son esas figuras, las figuras constructivas del paisaje?.... En un interesante artículo titulado precisamente Figuras constructivas del paisaje del filósofo Arturo Leyte (revista Sileno número 11, páginas 8-17, un número monográfico dedicado a Heidegger), se responde a esta pregunta por las figuras constructivas y a la pregunta por ese paisaje final que ellas construyen, si bien en el primero de los casos aludiendo a los arquetipos heideggerianos clásicos de “la cabaña, la caverna, el templo, la casa y el puente”, añadiendo a continuación que estas “figuras” lo son también en términos retóricos pues finalmente asumen una condición metafórica para nombrar a la verdadera figuralidad del paisaje: el entre (Zwischen), el dominio de aquella oscilación a la que nos referíamos, el espacio intermedio, el intersticio por el que fluye el tiempo de la imagen en la cambiante dialéctica forma-imagen.

Ese espacio intermedio asume pues la condición fundamental de figura constructiva (pero no como la figura entendida dentro del viejo binomio “figura-fondo”), figura que puede encarnarse en los saltos de la continuidad en el proceso de formación de la imagen. Esas discontinuidades entre los estados de la imagen, del paisaje, asumen la condición de tensiones, de solicitaciones que producen una intensificación de aquella imagen, otorgándole su connotación más característica, su mayor capacidad de hacerse reconocible y definible.

En ese sentido, propongo dos formas de discontinuidad del paisaje, dos figuraciones de ese entre, de ese espacio de la intermediación, como sus auténticas figuras constructivas intersticiales: la primera es el vacío, como campo de resonancia, discontinuidad que provoca la formación de un espacio negativo que actúa sobre la imagen como elemento abstracto que la dinamiza por “succión” intensificándola. La segunda discontinuidad o figuración del espacio intermedio es la interferencia, como algo que se interpone entre el sujeto observador y el objeto observado (o entre dos objetos). Es un acontecimiento, una intrusión que modifica una representación previa, un sonido, un espacio, que produce en la recepción de una señal, otra extraña y perturbadora y tal vez sugerente. Interferencia instantánea o permanente, atendiendo a los diferentes tiempos de la imagen. Interferencia que en la discontinuidad de sentido que introduce, intensifica a la imagen, al paisaje.

Si la interferencia actúa casi como punción, como impacto, como extrañamiento, el vacío es un campo de resonancia, un campo de fuerzas, como un campo magnético, espacio de despliegue de las tensiones de atracción-repulsión entre dos imanes, un campo donde fluyen las tensiones figurales. La dinámica inestable de ambas discontinuidades, vacío e interferencia, arroja finalmente la propia inestabilidad esencial de la imagen, inestabilidad intensificada que pone en crisis la clásica valoración del paisaje como una composición de fondo y figura (en su sentido clásico objetual, no como tensión constructiva), composición que cede su lugar a un más complejo campo relacional en el que figura y fondo intercambian sus papeles, se substituyen mutuamente en una constante iteración, donde lo lejano puede asumir en realidad un papel de primer plano (véase la obra de Patinir, por ejemplo) o donde la figuración próxima asume la misión de catalizador de lo que la sucede en el plano figural, como en este Haiku:

La lejana montaña
se destaca en los ojos
de la libélula

Kobayashi Issa

La lectura de la imagen y del paisaje como imagen a través de sus discontinuidades y del papel intensificador de la interferencia y el vacío (dominando pues los caracteres inestables y dinámicos frente a la estaticidad y la continuidad) en lugar de la remisión a la canónica composición figura-fondo, manifiesta también su mayor complejidad en el efecto de estereoscopia que produce la pérdida del lugar fijo del fondo y la figura, ahora móviles e intercambiables en una inestable oscilación, pues esa condición de lo complejo reconcilia la circunstancia utópica (la que lo que no tiene lugar) con la ubicua (la de lo que está en todos los lugares) y los espacios intermedios y sus paisajes asumen esa doble y paradójica cualidad, donde funcionan en la imagen del paisaje, al unísono lo lejano y lo cercano, lo grande y lo pequeño, lo pequeño dentro de lo grande pero también en la complejidad de la escala figural, lo grande dentro de lo pequeño. Como en un Aleph: el paisaje en el entre.

 

Juan Ramírez Guedes. 2009

Publicado en Formas 18 pp. 62-67

 

 

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